La tía Clara había pasado
toda su vida tejiendo mantas, hacía con sus bolillos aplicaciones de encaje,
muchas aplicaciones que luego unía hasta componer preciosas mantas. Las tenía
de colores, tamaños y grosores diferentes, pero todas transmitían la misma
suavidad y ternura. Y sólo hacía mantas de encaje de bolillos.
María, mi madre, su
hermana, intentaba convencerla para que hiciera otras cosas, porque ya no sabía
donde guardar tantas mantas, hubo mantas para todos. En cierta ocasión, mis
padres viajaron al extranjero y mi madre
insistente en su empeño, trajo unas maravillosas revistas de encaje de
bolillos, regalo para tía Clara, que
agradeció el detalle, pero que continuó combinando colores y aplicaciones para
realizar sus mantas. Mi madre, nunca
llegó a entender aquella manía de su hermana, decía que era testaruda y
cerrada, a lo que la tía Clara respondía siempre con su silencio.
En determinados momentos
todos corríamos a refugiarnos en la calidez de su silencio, sólo acompañado por
el sonido de los palillos. Guardo el recuerdo de mi dulce tía Clara asociado a
sus mantas y al calor que nos daba. Es
para mí ese incondicional calor el que te permite renacer aún en los momentos
más duros.
En uno de mis viajes al
pueblo, una señora a la que nunca antes había visto me entregó un documento,
que aquella misma tarde leí. Después de leerlo comprendí que la cantidad de
mantas que la tía Clara había realizado debió ser proporcional al frío y la
soledad que debió pasar en su infancia y adolescencia. Nunca más volví a ver a
aquella señora, me contaron que salió del pueblo en su juventud con tía Clara,
y desde entonces nadie más había vuelto a saber de ella. Insistí en mi búsqueda
pero fue en vano, nadie quería hablar de aquello.
Cuando me acomodo en mi
sillón para hacer bolillos con una de sus mantas por encima, noto su calor
tejido con los hilos. Esa sensación no tiene precio.
Ana López
Muñoz
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